lunes, 29 de septiembre de 2008

domingo, 28 de septiembre de 2008

Me tropiezo y me caigo

Necesito escribir este relato y nada me viene a la cabeza. No se me ocurre nada. Y el tiempo es algo que se cae permanentemente sobre mí, y necesito pararlo un rato para pensar, pero se sigue cayendo y esto lo tengo que tener para el sábado.
Entonces me paro, camino y vuelvo. Y nada.
Y entonces de nuevo, me paro, camino y vuelvo. Y de nuevo nada.
Y en el tercer "de nuevo", me paro, camino y tropiezo. Caigo. Una piedra había en el piso. En el piso estaba, pero ahora ya no la veo en el piso, ya la veo cada vez más arriba, más en el techo, más en el cielo.
La piedra en el cielo, y yo sigo cayendo, como el tiempo.

Stop.

Yo dejo de caer, y el tiempo sigue su marcha. Me levanto. Me miro. Creo que estoy bien. Me miro las piernas, los brazos. No me pasó nada. Me miro un poco más. Mis manos están bien. Al menos eso dicen. Me miro, me miro. Me empiezo a mirar más de cerca. Me miro a la cara, tengo la nariz bien, y el ojo izquierdo un poco rojo. Ahora me miro cómo cierro los ojos. A decir verdad, nunca había visto semejante cosa, mi cara con los ojos cerrados. Algo raro está pasando, pienso.
Me sigo mirando. Me miro de frente, de espaldas, me miro un poco la nuca. La nuca. La nuca está bien, no te preocupes, me dice un codo.
Me aturden mis manos que no paran de decirme cosas. No me voy a dejar sorprender, sé muy bien que las manos no hablan. "Eso es mentira" - me dice la zurda, pero no le creo. "Mirá ese olor" - me dice la oreja - "está tan frío, y sin embargo se lo siente salado". Mi oreja no entiende nada, no sabe que una oreja no puede decir nada de eso.

Stop.

Creo comprender que algo está mal. O estaba mal antes, y ahora se corrigió, quién sabe. Lo cierto es que hay una piedra en el cielo que reposa inocente.
Se me acerca un ciempiés. Parece amistoso. Mis orejas se lo quedan mirando, y mis manos por primera vez hacen silencio. El ciempiés me viene mirando las orejas, y comienza a abrir su boca:
"¿Qué quisieras romper?" - su boca pronuncia, indudablemente dirigiéndose a mi nariz. Yo no podía hacer otra cosa que seguir observando. "¿A qué te refieres?" - responde mi ceja derecha, incrédula aún de haber visto hablar a un ciempiés, y más aún por su falta de tacto para encarar una conversación amena con un desconocido cuerpo que habla. Mis pies me miraban nerviosos. No sería arriesgado suponer que se sintieran algo intimidados ante tanta multitud.
"En tu texto" - me dice - "algo se tiene que romper".
Ahora comienzo a entender, y recordar las largas horas sin dormir para terminar el ensayo, la publicación mensual, o lo que sea, ya ni me acuerdo. Eso, que tenía que terminar y leer, terminar y leer antes que se acabara mi tiempo, esa caída incesante.
"Al tiempo." - le digo - "Quiero romper al tiempo."
El ciempiés me mira, algo en la cara o en el cuerpo del ciempiés me está mirando.
"¿Y cómo harías?" - me pregunta desafiante.
"Le pondría un paracaídas" - le respondo, y me despierto, con el cuento terminado, y la tinta de mi birome tan seca como la garganta de mis manos.

El Brujo Postergado

El brujo estaba muriendo. Miró por la ventana de su habitación, alcanzó a divisar el mar brillante por el sol de la mañana. Este brillo se repetía en sus ojos, que eran dos pequeñas esferas que costaba identificar entre su cabellera blanca y gruesa. Su piel, rugosa, denunciaba el paso del tiempo para ese viejo moribundo. Sobre su cabeza descansaba un prominente sombrero azul, terminado en punta, como el de cualquier otro brujo. Y debajo del sombrero, asomaba nuevamente ese rostro, asustado, reposado contra el suelo, contando los últimos minutos de la existencia.
Ese hombre era un brujo, como cualquier otro, pero se destacaba por dos cosas: por sus insignificantes ojitos, y por su carencia de poderes mágicos. La primera de sus desdichas no había causado grandes consecuencias para su vida; solamente que a algunas personas les costaba mirarlo a los ojos, simpelemtente porque no lograban encontrarlos. En cambio, la segunda lo había marcado a fuego desde pequeño, cuando los otros brujitos jugaban a quemar árboles o crear palomas y él quedaba desplazado porque no podía hacer truco alguno. Los más cizañeros llegaban a acusarlo de no ser brujo, ya que nunca había podido demostrar destreza para efectuar un solo hechizo. En esa época, se pasaba largas horas practicando inútilmente con su varita de madera, tratando de mover hasta la piedrecita más pequeña, pero su ilusión jamás se concretaba, la piedrita se quedaba inmutable, con su aspecto irónico y burlón.
Así fueron pasando los años, y el brujo fue finalmente rechazado por su comunidad, acusado de inútil y hasta de persona. Pero él sentía que sus manos escondían sus hechizos; esto siempre lo había sentido y por eso seguía sintiéndose tan brujo como el más poderoso.
Ahora, ya había llegado la hora de su muerte. Una tristeza profunda le llenaba el alma. Si no lograba revertir su destino, su vida habría sido una farsa.
"Debo lograr un hechizo" - pensó - "Estoy más seguro que nunca de que mis manos celosas ocultan su poder". Tomó la varita de madera con esas temblorosas manos, y sus ojitos encontraron rápidamente una piedrecita para movilizar.
"Piedrita muévete" le dictó con toda la furia de su cuerpo, con la rabia de una vida entera de mentira. Pero la piedra reposaba.
"Piedra maldita muévete ahora" - repitió. Pero no había caso, sus fuerzas ya se debilitaban y no había respuesta de la piedra.
Entonces, la tomó y la observó de cerca. "Mis manos podrán postergar mi brujería hasta mi último aliento, pero nunca podrán detener a esta piedra apenas logre ponerla en movimiento" - dijo, y la arrojó con su último suspiro por la ventana. Unos instantes después, el brujo murió, y la piedra cayó al mar. Nunca más nadie la volvió a ver.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Los trenes iban, pero no volvían

"Los construyeron mal, les falta un poco de nostalgia", declaró el maquinista. En el auditorio había cerca de 200 personas, entre ellos ingenieros eléctricos, mecánicos y civiles, especialistas en ferrocarriles, estadistas, y hasta filósofos y los políticos de turno. Habìa nativos y extranjeros, y sus respectivos traductores. Todos miraban al viejo maquinista con estupor. "Les falta nostalgia" habìa dicho. Esa era su forma de explicar que los trenes salìan de la estación del pueblo hacia la ciudad, pero allì el motor se estancaba y el tren no querìa volver. Ya habìan probado cambiàndole el motor, la carrocerìa, la nafta, pero los trenes no volvìan. Incluso al viejo maquinista habìan cambiado una vez, tambièn sin suerte. Èsta era la primera vez que lo invitaban a la asamblea general armada especialmente para solucionar el insòlito caso. Y el maquinista ya habìa dado su veredicto. A esos trenes, los habìan construido sin nostalgia.

Los pájaros arreglan relojes

En Villa Pueyrredón, al menos, es así. Los pájaros arreglan relojes.
Se te va de hora el pulsera, o se te rompe el cucú, por caso. Entonces lo que hacés es dejarlo en la ventana y al ratito aparece un pajarito y se lo lleva a arreglar.
Claro que hay especialidades, no cualquier pájaro te va a arreglar cualqueir reloj. Por ejemplo, si el reloj anda a pilas, se lo lleva el ornitorrinco que tiene su nido en un taller de la Philips. Si es un reloj pulsera, de los que cargan la cuerda con el movimiento del brazo, se lo tenés que encargar a las cotorras o al pájaro carpintero, aunque hay que tener mucho cuidado porque sus gremios están en pica. En cambio, si es un cucú no hace falta decir que el monopolio lo sostiene el Sindicato Pajaito Cucú. Por último, si es un reloj grande, o uno de pared, basta con entregarlo a algún pajarón como ser un pavo o un ñandú.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Lluvia

En una palabra: Lluvia. Si me dejás explayarme un poco más, puedo decirte: Mucha lluvia.
Es decir, por cada lluvia que llueve, se larga a llover dos o tres veces más. Suena tonto, pero es así.
Ayer el cielo estuvo negro todo el día. Pablito me preguntó dónde estaba el sol, que hacía mucho que no lo veía. Yo le dije que se fue a iluminar otro planeta, porque se aburrió de la Tierra. Se lo dije como un chiste, pero se puso a llorar. Las nubes en el cielo, y los ojos en la cara de Pablito, los dos llorándole al sol para que vuelva.
Encima la vieja está con miedo, sabés como es ella. Yo trato de calmarla, pero cada vez me es más difícil porque yo también estoy empezando a aflojar.
Miro la calle y me agarra una cosa adentro que me hace nudos por toda la panza. Las calles están totalmente inundadas. Y lo peor es el olor. El olor que hay en dondequiera que mires. Es una gelatina enfermiza, pesada, que se te cuelga de la nariz y te hunde la cara para adentro. Viene del agua podrida, donde flotan los deshechos de una ciudad entera. Y peor que el olor es que no para de llover, que ya ni le pude decir a Pablito que el sol se hechó a descansar un rato porque ni yo me lo creo.
La gente ya se cansó de todo esto. La gente se está matando. Al principio, se preservaba la esperanza, incluso la gente se había empezado a a juntar, a organizar para hacerle frente a la tormenta imparable y solidarizarse con los más damnificados. Acá, en el barrio, nos habíamos juntado algunas veces en la biblioteca.
Pero la tormenta fue erosionando cada vez más nuestras esperanzas, y las reuniones parecían un grotesco de terapia grupal donde nos juntábamos a llorar nuestras angustias. No había uno solo con la fuerza de encarar ninguna resistencia. No había uno solo que no tenga un familiar, un amigo ahogado o electrocutado o que no se lo veía desde varios días atrás.
Así fuimos dejando de lado estas reuniones que en nada habían mejorado nuestra situación, y cada uno se fue encerrando en sí mismo, abandonándose a los caprichos del destino, literalmente tormentoso. Otros decidieron acabar con la lenta agonía mediante lo que yo llamaría eutanasia antes que suicidio.
Como ves, el panorama es bastante desolador. De hecho, esta carta, a puño y letra, no hay forma que te llegue porque el correo no funciona desde hace días. Pero a Pablito se le ocurrió que si la ponemos en una botellita, y la tiramos al agua mugrienta, tal vez, el mismo destino que nos arruinó, haga que algún día, no sé cómo, tal vez te llegue y puedas recibir un fuerte abrazo de tu hermano ya fallecido.

Pedro

Pedro es un ser anacrónico. Bien lograría mimetizarse con los hombres necios de otrora, de un tiempo distante en que la Serpiente era el Mal, que la Manzana era el Deseo. Su imagen me recuerda a una roca solitaria en una montaña: inocente, pero sin entusiasmo.
Pedro recorre el tiempo y el espacio con la indiferencia que le corresponde a una lupa que se acuesta a mirar el cielo.

Mi abuela usa lentes

Mi abuela usa lentes. No es algo que esté dado, ya que suele dejarlos por ahí, porque de todas maneras no ve nada. Pero en general, puede decirse que los usa. Sobre todo cuando se pone a leer, cosa que no se entiende ya que como dije antes, mi abuela no ve nada.
Sin embargo, se sienta y lee.
Se calza el elástico del lente por detrás de su arrugada nuca, se apoya en alguna almohada, debajo de una manta, debajo de un libro, debajo del sol. A leer.
Su dedo se posa sobre la línea que su vista a duras penas logra enfocar. Cualquiera que la vea se dará cuenta que en realidad sus ojos ya no son capaces de afrontar tamaño desafío.
Claro que esto no quita que cuando con su dedo acaricie la tinta del punto final, mi abuela te lo empiece a contar todo con lujo de detalles.